Narrativa

La caravana (Cuento breve)


Caía la tarde sobre la desgastada ciudad, una caravana silenciosa se desplazaba bajo la mirada del sol tibio rompiendo a la noche, las calles vacías, el viento susurrando cantos de lejanía sobre el eco en la distancia, los rostros curtidos e incinerados por el largo viaje se desplomaban sobre la vía.

Sobre el primer camión reposaba una enorme jaula cubierta por una lona envejecida, a su lado caminaba un hombre muy pequeño, de barba espesa y gestos espasmódicos, llevaba un bastón delgado y curvilíneo, más atrás junto a una carreta rojiza arrastrada por dos enflaquecidos jamelgos, se veía una extraña mujer delgadísima, muy alta, su rostro se perdía sobre el filo del sol poniente, sus largas extremidades parecían cintas al viento.

Sobre unos sacos casi al final de la extraña caravana, reposaba una enorme masa de carne multiforme que emitía enormes ronquidos, el gutural sonido se esparcía lento sobre la calle.
Tres metros después del último vagón una multitud de extraños seres se alzaba en una procesión que parecía flotar sobre el polvoriento y reseco camino, sus miradas cansadas, sus manos callosas y en su mayoría pies desnudos se arrastraban impregnados de un olor a viejo, a decadencia somnolienta.

Por las rendijas de las ventanas cientos de ojos pequeños se movían dentro de las casas clausuradas, un leve murmullo fantasmal se prendía del aire como una suave caricia, la luz del primer farol se encendió y el tiempo se detuvo un segundo capturando la mirada de los extraños visitantes.

Al final del recorrido, un pequeño claro de tierra acumuló los cuerpos y vehículos de la caravana, rápidamente el movimiento se apoderó del ambiente, una maraña de manos y piernas se movilizaban de un lado a otro desmontando y armando estructuras, las rendijas de las ventanas se hicieron más grandes y algunas cabezas asustadas y ocultas bajo las sombras que empezaban a llenar el espacio se atrevían a asomarse. Algunos cuerpos se movían bajo el cobijo de la noche joven, un círculo de estelas y miradas llenaron la cercanía del claro de tierra.

Un halo de miedo seco permanecía de lado y lado, un barniz de curiosidad, de pensamientos estremecidos por la ansiedad. Así transcurrió la primera noche, nadie durmió en la ciudad. Así lo recuerdo, como si hubiera sido ayer… la primera vez que el circo llegó a mi pequeña ciudad una tarde de otoño.

Autor: Pablo Sabala 

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La escena (Cuento breve)


Allí estaba la mujer, parecía flotar sobre la silla, a su lado, el cenicero consumía el último aliento del cigarrillo, la lumbre voraz con su hilo blanquecino se perdía en el aire inmóvil… el aire pesado, el aliento de sudor inundando los cristales, una rosa blanca sobre la mesa, una libreta sin escritura a la izquierda, un lápiz sin punta a sus pies, un guante de cuero marrón posando sobre su hombro y un llavero en forma de delfín colgado de su cuello. Esa era la escena.

Yacía desnuda, sentada en posición fetal sobre una silla giratoria, las perfectas líneas de su cuerpo evocaban el silencio, su rostro angelical y mirada extraviada profanaban la tranquilidad de quien miraba, estaba ausente de su ser, la piel erizada, limpia y deliciosa se barnizaba en el cóctel de claroscuros de la habitación, su mano suave tendida invitaba a recorrer sus contornos, sus rizos seducidos por la gravedad caían lentamente sobre su espalda hacia un lado…. Parecía dormir, parecía esperar la llegada de su amado… Sin embargo estaba muerta. Fue la cuarta víctima del asesino en serie que ahora encarnas.

Autor: Pablo Sabala 

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Historia (Cuento breve)


Aquí estoy, sigo caminando por el muelle en mi memoria, con la niebla espesa del tiempo incrustada en los rincones escondidos de mi alma, sigo sentado bajo la sombra del mismo árbol que una vez encontró dos caminos diferentes y los unió bajo la lluvia de aquel diciembre ahora lejano.

De vez en cuando bajo las escaleras hasta la calle y la descubro más distante, más ajena, se ha ido transformando en un carnaval de rostros desconocidos que pululan y se comunican en un idioma incomprensible. Regreso pronto a mi refugio, a mis paredes llenas de recortes y fotografías envejecidas, con la cortina azul oscuro abrazando al ventanal que llora permanentemente, estoy en el sillón, con la taza de café sobre la mesa donde se apilan los libros y papeles de siempre, el café aún humea, su hilo blanquecino me besa tibiamente mientras enciendo lentamente un cigarrillo que inunda como una caricia vaga mi aire…

Ya han pasado muchas horas, muchos días, muchas semanas, quizás meses o años, no lo sé. Han pasado y siguen pasando. La luz tenue, el aliento frío, la barba larga… ¿Cuándo me vi al espejo por última vez?, ya no recuerdo mi rostro, ni siquiera recuerdo al espejo… debe ser como el de todos, o al menos parecido.

Con el tiempo empezamos a formar parte de lo que nos rodea… tal vez mi rostro se asemeja a la pared que custodia mi cama, con un azul claro cubierto de recortes, miles de ellos, que hacen que su azul quede olvidado en la memoria de quién una vez estuvo aquí y se reflejó en su piel helada… Con el papel amarillento que acusa al tiempo, las imágenes difusas, contrastadas con las letras, las frases, las expresiones atrapadas en un segundo… ¡Un remolino!... eso parece, un remolino de muchas cosas y nada a la vez, con un azul de fondo que nadie ve por tanto movimiento…

El silencio es como siempre, un pesado bloque que grita tratando de romperse a sí mismo, ni él puede soportarse… Sólo yo he aprendido a escuchar sus lamentos, sus recuerdos, su viaje a través de un tiempo que no he tenido tiempo de recorrer. Porque no he estado aquí como él… y aunque le puedo oír siempre, cada tarde y cada noche… nunca puedo recordar lo que me dice… debe ser porque no entiendo su idioma, o es su voz chillona la que no me deja entenderle… quizás sólo creo que le escucho y él permanece mudo esperando que yo le cuente mi historia.

Lo que no sabe es que yo no tengo historia, la dejé olvidada una tarde de lluvia bajo un árbol a principio de un diciembre de un año que ya no puedo recordar. Era una tarde vestida de gris con hilos de luz lejana y traslúcida, traía un perfume que se conjugaba con la tibieza de su piel y el hielo de su mirada, su rostro no era de este mundo que desconozco, era de uno que se pierde en una distancia que no se puede siquiera soñar. Y estaba ahí, bajo la misma sombra, con el llanto de la lluvia soplando su cabello y respirando el mismo aire. Se sentó sin mirarme, nunca supo que estaba ahí contemplándola abismado… después de muchos años un día se levantó y se fue sin decir una palabra… la verdad nunca dijo una sílaba, no emitió un sonido, mucho menos dejó escapar alguna vez un suspiro, se fue como llegó, como si nunca hubiera estado ahí. Desde ese día ya no tengo historia, creo que nunca la he tenido, tal vez no me vio porque no estaba ahí.

Autor: Pablo Sabala

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Los que esperan (Cuento breve)


Estaba sobre el mismo banco de la misma plaza, recostado sobre los pedazos de sueño que le quedaban, su rostro apretado por los años y la mirada furtiva e inquieta; el acostumbrado tabaco encendido a un lado de la boca, las manos temblorosas, el aliento con perfume de distancia...

Ya no recuerda quién era antes de llegar ahí, ni tampoco sabe porque vino o que espera, fueron muchas las horas construidas sobre infinitos días, meses, años, quién lo sabe... yo no lo sé.
En todo caso ya no importa; las nubes siguen dibujando cada tarde rostros y pensamientos y es divertido jugar a descubrir las pinceladas del viento en las alturas.

Aún ayer ella podía recordar el muelle, el día que llegó en un barco blanco y oxidado, traía la mirada fresca, con el brillo de la esperanza derramado como una luz de arco iris, era el mes de septiembre, el sol blindado en el techo del cielo calentaba su corazón...

Lo vi caminar con la muchedumbre hasta la plaza cercana, podía ver en su piel el deleite de la libertad que sentía. En las noches se perdía y no sé a donde, al caer la tarde se diluía en las sombras hasta desaparecer, hasta formar parte de ellas. Luego en la mañana con la llegada de los primeros rayos de luz, aparecía al final de la calle rumbo a la plaza nuevamente, directo hasta el banco, el mismo banco una y otra vez. Y así se iban los días.

Muchas veces estuve tentado a preguntarle qué esperaba, pero al acercarme y mirarle perdido en el lejano horizonte de sus recuerdos, no salía una palabra de mi boca, solo me sentaba frente a él a contemplarle, y así todos los días.

Cuando lo miro trato de ver sus pensamientos, trato de descubrir en su mirada el secreto de su espera eterna, trato de entender la razón que lleva a un ser humano a semejante condena. Con el pasar del tiempo su rostro se fue tiñendo de una profunda tristeza, de una agonía que no podía escapar con el humo que exhalaba afanosamente en cada tabaco consumido y hecho cenizas.
Sin darme cuenta mi vida se redujo a las horas de contemplación de cada rasgo, cada movimiento involuntario de aquel extraño, mis horas se volvieron sus horas y su ausencia nocturna era también mi ausencia; y así se fueron los granos de la arena acumulando sobre mi piel, inundando mi existencia de una sola interrogante... ¿Quién era y que esperaba?

Me llevó de su mano transparente hasta el abismo de la espera. Me convertí en el árbol que arropa sus harapos en silencio, siempre en silencio. Me convertí en un elemento más del decorado de una plaza que ya nadie visita, de una ciudad que ya nadie recuerda, sólo un par sombras desvanecidas tras el velo ceniciento de la espera particular, una espera que ignoramos en los ojos del otro y que desconocemos en nuestra propia mirada.

Y allí estuvieron por los años de los años hasta que los años se agotaron en sus pieles y sus corazones, solo la espera seguía intacta, una espera individual y compartida... ninguno pensó en el día anterior a la llegada en el muelle, jamás recordaron quienes eran o que esperaban, no se dieron cuenta de su pasado común, de los años que vivieron juntos, de su separación por la guerra y mucho menos recordaron que aquel día de septiembre se esperaban encontrar el uno al otro.

Autor: Pablo Sabala

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Un cuerpo bajo la lluvia (Cuento breve)


El hilo de sangre se detuvo sobre el charco y se disolvió bajo la lluvia. Las gotas acudieron tras el trinar del viento elevando un manto transparente sobre la piel inmóvil; no se escucharon gritos, ni comentarios, nadie elevó su voz; podría decirse incluso que nadie lo notó.

Y el vaivén de sonidos se mezcló con el quejido leve de un viejo gavilán que muere en la distancia, en el bosque que nadie recuerda a ciento veintitrés kilómetros, dos metros, nueve centímetros mirando al norte del container de basura, ese que se desborda y forma parte de la lluvia vespertina, ese que acompaña los sueños de los gusanos y las moscas.

Pero él nunca imaginó que aquel viernes sería el viernes que durante tantos años esperó con temor. Esos años en que se sentaba en el porche de la casa a contar nubes y contemplar los rostros llenos de angustia, eso es lo que pasa cuando se vive tan cerca de la morgue, uno termina por acostumbrase a las miradas perdidas y llenas de desesperanza. Los días se iban lento en aquel tiempo, el viento apenas si soplaba sus melodías inconclusas y el sol se negaba cada tarde a quebrarse bajo las sombras de la noche. Fueron muchas las horas de pensar, de construir el momento final, el último paso, la última imagen que se llevaría para siempre presa en su retina.

Y llegó ese viernes, el ansiado y temido, la rutina lo llevó como una cadena interminable hasta el lugar señalado, ya todo estaba escrito, sólo faltaba la hora exacta y la fecha... pero ese dato no lo supo sino hasta el último segundo.

Un minuto antes pasó el anciano que vive en el edificio abandonado cerca de la autopista, sus ojos se cruzaron en un espasmo incomprensible de presagios, le miró fijamente, como nunca antes lo había hecho, se quedó atrapado por un segundo quizás leyendo el final de la sentencia. Tal vez ya todo estaba escrito.

De haberlo sabido la noche anterior no habría dejado la comida servida, en vez de dormir hubiera permanecido toda la noche cantando con las estrellas canciones viejas y recordando los días buenos... pero eso no estaba escrito.

Salió como todos los viernes a hacer el recorrido acostumbrado, subió por la calle donde está el bar de los ancianos y las mujeres ausentes, cruzó lentamente la avenida; contemplaba absorto y en silencio una vez más los rostros de la gente, tratando de descubrir en sus ojos secretos olvidados o sueños perdidos, y no pensaba en los viernes pues ya todo estaba escrito, sólo que no sabía que este era el viernes que tanto había temido y esperado, por eso no se despidió, no tomó un baño especial, ni le dijo a Lucía cuanto la había querido todos estos años... Llegó a la esquina. La lluvia arreció de repente como un leve presagio. Esta vez no miró hacia los lados, se adentró en la vía como llevado por un hilo invisible tejiendo su destino inevitable. Inmediatamente se escuchó el frenazo... volvió en sí en su último segundo y supo que había llegado la hora...

Eso fue hace una semana, han caído muchas gotas de lluvia, se han quebrado los días y sigue allí, nadie se ha dignado a recogerlo, ni siquiera Lucia le ha extrañado, nadie se pregunta dónde esta, qué le ha pasado... Total... ¿A quién le importa un perro muerto al borde de la acera?

Autor: Pablo Sabala

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